Lucas 18, 9-14
"El Fariseo y el Publicano: La Verdadera Oración que Justifica"
“9 Y por algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: 10 «Dos hombres subieron al Templo a orar: uno era fariseo y el otro, publicano. 11 El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. 12 Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que poseo”. 13 El publicano, en cambio, se quedó a distancia y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”. 14 Les aseguro que este último bajó a su casa justificado, y no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado».”
Contexto
Esta parábola, exclusiva del Evangelio de Lucas, es una enseñanza de Jesús sobre la naturaleza de la verdadera oración y la actitud correcta ante Dios. Lucas mismo nos da la clave de interpretación al inicio: la parábola va dirigida a "algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás". Jesús presenta dos personajes arquetípicos que suben al Templo a orar: un fariseo, representante de la piedad religiosa y del cumplimiento estricto de la Ley, y un publicano, un recaudador de impuestos considerado un pecador público y un traidor por sus compatriotas.
Tema Central
El tema central es el contraste radical entre la oración soberbia del fariseo y la oración humilde del publicano, y el veredicto sorprendente de Jesús sobre cuál de las dos es escuchada y "justifica" (hace justo) al orante. El fariseo, confiando en sus propios méritos y despreciando a los demás, se exalta a sí mismo y no recibe nada de Dios. El publicano, desde la conciencia de su propio pecado y con una humildad profunda, clama a la misericordia de Dios y es él quien baja a su casa justificado. La parábola culmina con la ley espiritual fundamental del Reino: "el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado".
Aplicación a nuestra actualidad
Esta parábola es un espejo en el que todos debemos mirarnos constantemente para examinar la autenticidad de nuestra propia oración y de nuestra vida espiritual:
La Oración del Fariseo (La Oración del 'Yo'):
Auto-referencial: "Te doy gracias porque yo no soy como los demás... yo ayuno... yo pago el diezmo...". Su oración no es sobre Dios, es sobre sí mismo. No alaba a Dios, se alaba a sí mismo.
Basada en la Comparación y el Desprecio: Su justicia se define no en relación a Dios, sino en comparación con los demás, a quienes desprecia ("ladrones, injustos, adúlteros... ni tampoco como ese publicano").
Ciega a la Necesidad de Misericordia: En su autosuficiencia, el fariseo no pide nada. No siente necesidad de la gracia de Dios.
Esta es la tentación de la piedad orgullosa, que nos puede acechar a todos los que nos esforzamos por vivir una vida religiosa.
La Oración del Publicano (La Oración del 'Tú'):
Humildad Corporal y Espiritual: "Se quedó a distancia... no se atrevía ni a levantar los ojos... se golpeaba el pecho...". Toda su postura expresa su conciencia de indignidad ante la santidad de Dios.
Reconocimiento del Pecado: Su oración es breve, directa y se centra en la verdad de su condición: "¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!". No hay excusas, no hay comparaciones. Solo la verdad de su miseria y la verdad de la misericordia de Dios.
Confianza en la Misericordia: No apela a sus méritos, sino únicamente a la "piedad" de Dios.
El Veredicto de Jesús: "Este último bajó a su casa justificado, y no el primero". Jesús invierte completamente las expectativas. El "justo" a los ojos del mundo se va vacío, y el "pecador" a los ojos del mundo se va justificado. La puerta de entrada a la gracia de Dios no es nuestra perfección, sino nuestra humildad.
Esta parábola nos enseña que la condición indispensable para una oración que nos transforme y nos justifique es la humildad. Nos advierte contra el sutil veneno del orgullo espiritual, que nos lleva a confiar en nuestros propios méritos y a despreciar a los demás. Y nos llena de esperanza, asegurándonos que la oración más sencilla y poderosa, la que abre los tesoros del cielo, es el clamor humilde del corazón que se reconoce pecador y se abandona a la infinita misericordia de Dios.
Preguntas para la reflexión
Cuando oro, ¿mi oración se parece más a la del fariseo (un recuento de mis méritos, una comparación con otros) o a la del publicano (un clamor humilde por misericordia)?
¿Tiendo a veces a "despreciar" o a juzgar a otros que considero "menos justos" o "más pecadores" que yo?
¿Soy verdaderamente consciente de mi propia necesidad de la misericordia de Dios, o a veces vivo en una sutil autosuficiencia espiritual?
¿Qué significa para mí hoy "golpearme el pecho" y decir "ten piedad de mí, que soy un pecador"?
¿Confío en que la humildad es el camino a la exaltación y que Dios justifica al que se presenta ante Él con un corazón contrito?
Oración
¡Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador! Líbrame de la oración soberbia del fariseo, que se alaba a sí mismo y desprecia a los demás. Dame el corazón humilde del publicano, que no se atreve a levantar los ojos, pero que confía plenamente en tu misericordia. Que, reconociendo mi propia necesidad, pueda yo bajar a mi casa justificado por tu gracia, y aprender a humillarme para ser ensalzado por Ti. Amén.