[23] La indulgencia, en efecto, permite descubrir cuán ilimitada es la misericordia de Dios.
No sin razón en la antigüedad el término “misericordia” era intercambiable con el de
“indulgencia”, precisamente porque pretende expresar la plenitud del perdón de Dios que no conoce límites.
El sacramento de la Penitencia nos asegura que Dios quita nuestros pecados.
La Reconciliación sacramental no es sólo una hermosa oportunidad espiritual, sino que representa un paso decisivo, esencial e irrenunciable para el camino de fe de cada uno.
En ella permitimos que Señor destruya nuestros pecados, que sane nuestros corazones, que nos levante y nos abrace, que nos muestre su rostro tierno y compasivo.
No hay mejor manera de conocer a Dios que dejándonos reconciliar con Él (cf. 2 Co 5,20), experimentando su perdón.
Por eso, no renunciemos a la Confesión, sino redescubramos la belleza del sacramento de la sanación y la alegría, la belleza del perdón de los pecados.
Sin embargo, como sabemos por experiencia personal, el pecado “deja huella”, lleva consigo unas consecuencias; no sólo exteriores, en cuanto consecuencias del mal cometido, sino también interiores, en cuanto «todo pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio».
Por lo tanto, en nuestra humanidad débil y atraída por el mal, permanecen los “efectos residuales del pecado”.
Estos son removidos por la indulgencia, siempre por la gracia de Cristo, el cual, como escribió san Pablo VI, es «nuestra “indulgencia”».
Esa experiencia colma de perdón no puede sino abrir el corazón y la mente a perdonar.
Perdonar no cambia el pasado, no puede modificar lo que ya sucedió; y, sin embargo, el perdón puede permitir que cambie el futuro y se viva de una manera diferente, sin rencor, sin ira ni venganza.
El futuro iluminado por el perdón hace posible que el pasado se lea con otros ojos, más serenos, aunque estén aún surcados por las lágrimas.