[19] «Creo en la vida eterna»: así lo profesa nuestra fe y la esperanza cristiana encuentra en estas palabras una base fundamental.
La esperanza, en efecto, «es la virtud teologal por la que aspiramos […] a la vida eterna como felicidad nuestra».
El Concilio Ecuménico Vaticano II afirma: «Cuando […] faltan ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas —es lo que hoy con frecuencia sucede—, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación».
Nosotros, en cambio, en virtud de la esperanza en la que hemos sido salvados, mirando al tiempo que pasa, tenemos la certeza de que la historia de la humanidad y la de cada uno de nosotros no se dirigen hacia un punto ciego o un abismo oscuro, sino que se orientan al encuentro con el Señor de la gloria.
Vivamos por tanto en la espera de su venida y en la esperanza de vivir para siempre en Él.
Es con este espíritu que hacemos nuestra la ardiente invocación de los primeros cristianos, con la que termina la Sagrada Escritura: «¡Ven, Señor Jesús!» (Ap 22,20).