Romanos 9, 1-5
"El amor doloroso por los hermanos"
"¹Digo la verdad en Cristo, no miento, y mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo. ²Siento una gran tristeza y un dolor constante en mi corazón. ³Yo mismo desearía ser maldito, separado de Cristo, en favor de mis hermanos, los de mi propia raza. ⁴Ellos son israelitas: a ellos pertenecen la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto y las promesas. ⁵A ellos pertenecen también los patriarcas, y de ellos desciende Cristo según su condición humana, el cual está por encima de todo, Dios bendito eternamente. Amén."
Contexto
Este pasaje marca un cambio de tono muy brusco y dramático en la carta. Pablo acaba de terminar el capítulo 8 con un himno triunfal sobre la certeza absoluta del amor de Dios. Ahora, en el inicio del capítulo 9, nos abre su corazón para revelarnos una profunda herida: la tristeza por su propio pueblo, Israel.[1][2][3] Durante casi tres décadas desde la resurrección de Jesús, la gran mayoría de los judíos había rechazado a Jesús como el Mesías.[4] Para Pablo, que era un judío devoto y fariseo, esto era una tragedia personal y teológica inmensa.[5] Estos versículos introducen una larga reflexión (que abarca los capítulos 9, 10 y 11) donde Pablo intentará comprender este misterio doloroso a la luz del plan de Dios.[4][6]
Tema Central
El tema central es el amor apasionado y sacrificial de Pablo por su pueblo, y el dolor que le causa su incredulidad.[1][2] Este amor es tan intenso que llega a expresar el deseo de ser él mismo "maldito", separado de Cristo, si eso pudiera servir para la salvación de sus hermanos israelitas.[3][5] Inmediatamente, enumera con orgullo los grandes privilegios que Dios le concedió a Israel a lo largo de la historia: ser adoptados como hijos, la presencia de su gloria, las alianzas, la Ley, el culto en el Templo y las promesas que culminan con el mayor de todos los dones: que de su linaje nació el propio Mesías.[7][8]
Aplicación a nuestra actualidad
Las palabras de Pablo nos invitan a examinar la calidad de nuestro amor, especialmente hacia aquellos que están lejos de la fe o que no comparten nuestras convicciones más profundas. A menudo, nuestra reacción puede ser de juicio, distancia o indiferencia. Pablo, en cambio, nos muestra un amor que duele, que se compadece y que está dispuesto al sacrificio. Nos desafía a preguntarnos si sentimos una verdadera preocupación por la salvación y el bienestar de las personas de nuestra propia familia, de nuestro círculo de amigos o de nuestra sociedad que viven alejados de Dios.
Además, la lista de privilegios de Israel nos recuerda que no debemos dar por sentada la fe que hemos recibido. Somos herederos de una larga historia de amor y salvación. Contemplar estos dones –la filiación divina, las promesas, la cercanía de Cristo– debería llenarnos de una profunda gratitud. Este pasaje nos anima a transformar cualquier tristeza o frustración por la incredulidad de otros, no en amargura, sino en una oración sincera y en un amor que busca activamente su bien, reflejando el mismo corazón de Dios.
Preguntas para la reflexión
Cuando pienso en las personas que quiero pero que no comparten mi fe, ¿qué sentimientos predominan en mí: juicio, tristeza, indiferencia, un deseo sincero de su bien?
¿Estaría dispuesto a "incomodarme" o a hacer algún sacrificio personal por el bien espiritual de otra persona? ¿Qué podría significar eso en mi vida concreta?
Al mirar mi propia historia de fe, ¿reconozco y agradezco los grandes "privilegios" o regalos que Dios me ha dado a lo largo de mi vida?
¿Cómo puedo cultivar un amor por los demás que sea más parecido al de Pablo: un amor que no juzga, sino que se duele y anhela la salvación de todos?
Oración
Señor Jesús, que descendiste del pueblo de Israel para ser salvación de todos, te pido que me concedas un corazón como el del apóstol Pablo. Un corazón que no sea indiferente al destino de mis hermanos y hermanas, sino que sienta con amor y compasión su lejanía. Líbrame de todo juicio y ayúdame a transformar mi preocupación en oración sincera y en gestos concretos de amor. Gracias por el inmenso regalo de la fe; que nunca lo dé por sentado y sepa compartirlo con humildad y alegría. Amén.